
Viviendo en las profundidades cuesta encontrar la luz del sol. Los presos habitaban un piso u otro en función de su comportamiento. Si mostraban una actitud rebelde, eran destinados a ocupar un puesto bajo tierra, que se llenaba de agua y tierra en épocas de lluvia.

El Fuerte se construyó entre 1878 y 1919. La fortaleza construida cuenta con una extensión de 180.000 metros cuadrados.

El Fuerte se emplaza en la cima del monte San Cristóbal, a 895 metros de altitud. Como podemos imaginar, a tal altura el clima era frío y húmedo, lo que provocó que la mayoría de prisioneros enfermaran de tuberculosis. Durante los últimos años de su actividad, la fortaleza constituyó, por tanto, una función hospitalaria para enfermos que padecían este trastorno, dejando muchas veces a los afectados sobre camillas en la llanura superior del monte, a la intemperie.

El 22 de mayo de 1938, día de la Fuga del Fuerte de San Cristóbal, la plaza de entrada de la edificación fue escenario de una violenta masacre, ejecutada con armas de fuego que dejaron su huella mediante los agujeros de bala que todavía hoy se conservan.

Cada semana se llevan a cabo numerosos intentos de entrada al Fuerte. Las entradas son habitualmente tapiadas por el complejo militar navarro, pero siempre quedan agujeros sin cubrir.

Incluso la más grande de las fortalezas puede derribarse con el paso de los años. Estas rocas pertenecen a la parte superior del muro que tienen detrás.

La libertad era algo con lo que los presos sólo podían soñar. Por si no fuera suficiente con los pedregosos muros, numerosas vallas puntiagudas como esta censuraban el movimiento de los encarcelados.

Así es como se percibe la edificación al recorrerla interiormente. Da la sensación de que continuamente estamos recorriendo el mismo espacio, como si se tratara de un bucle que nunca termina.

Si bien el Fuerte de San Cristóbal se utilizó principalmente con fines carcelarios, la idea inicial era la de construir un edificio defensivo. De ahí que existan fosos para evitar el acceso a la zona central.

Así denominaban los presos el cielo que veían desde el patio. Rodeados de paredes, se sentían atrapados en una habitación sin salida, a la que terminaron adjuntando un techo imaginario: el cielo.